La reciprocidad del
reconocimiento (como base de la condición de ciudadanía) es una actitud que requiere, de por sí, asumir los límites, impotencias e imposibilidades de diversa naturaleza que jalonan
la existencia de los seres humanos en su condición de seres hablantes, esto es, desprovistos de instintos y condenados a
procurarse un entendimiento a través de medios artificiales, siempre caducos,
falibles, efímeros y polivalentes (o ambiguos). Sólo al asumir dichos límites sin
intentar disolverlos en la ficción imaginaria de un gran Otro proveedor del
sentido (ya se trate de un Otro supra
o intra histórico), esto es, al asumir
responsablemente las caídas inevitables del sentido (conviviendo
“pacíficamente” con ellas), es posible abrir el horizonte de una comunidad
política democrática. Una comunidad capaz de constituirse bajo la forma general de una comunidad
orgánica, tal como aparece descrita en el célebre párrafo de la Crítica del Juicio dedicado a la
Revolución americana: “[…] en una transformación total, recientemente
emprendida, de un gran pueblo en un Estado, se ha utilizado con gran
consecuencia la palabra “organización”[…] Pues cada miembro, desde luego, debe
ser, en semejante todo, no sólo medio, sino también, al mismo tiempo, fin, ya
que contribuye a efectuar la posibilidad del todo, y debe, a su vez, ser
determinado por medio de la idea del todo, según su posición y su función.”
(#65).
En el lado opuesto, no ha cesado de reproducirse a lo
largo de la Modernidad el pensamiento de los que podríamos denominar
“revolucionarios metafísicos” (por ejemplo, durante el siglo XX, procedentes de los campos del
marxismo-leninismo y del anarquismo), guiado por la exigencia de soslayar,
neutralizar (o excluir totalmente) toda circunstancia o experiencia
psico-socio-histórica que se manifieste como renuente al sentido completo de la imagen anticipada de una sociedad libre y realizada; al sentido históricamente “clausurado”, podríamos decir. Se trata de un pensamiento
totalmente intolerante respecto a las fallas o caídas del sentido en el
acontecer tanto de la historia como de la vida social; un pensamiento que
pretende desvelarlo todo, categorizarlo todo exhaustivamente; incluirlo en el esquema conceptual de la Revolución. Sin embargo, como
apunta Sartre, no existe otro modo de asegurar permanente y absolutamente el
sentido si no es conduciéndolo “a donde el deseo es llevado por la muerte”, que
es el único lugar donde finalmente, se sella el (sin)sentido. La experiencia histórica del siglo XX en los lugares abocados al abismo revolucionario muestra lamentablemente lo apropiado del aserto sartriano.
A este respecto, el psicoanálisis nos muestra una
alternativa sumamente sugerente, que consiste en aceptar los encuentros
“fallidos” (o desencuentros) con la realidad en los que se resquebraja o
suspende el sentido, con una actitud en la que somos capaces de desvalorizar
(destrascendentalizar o desdramatizar) la frustración consecuente. Dichos
desencuentros o contingencias que apuntan a los límites de nuestra capacidad de
autorrealización deben ser situados en su lugar adecuado:
su posición particular en el nudo de tendencias y vivencias que van tejiendo el
“poema” único que cada uno es, y que cada uno debería “poder firmar” (como
apunta Colette Soler[1]).
Es en este aspecto en el que el análisis (a diferencia de la metafísica
revolucionaria) adopta como posición de principio el sustento de la autonomía
individual y los derechos humanos individuales inalienables, facilitando así la
creación del espacio donde puede surgir y constituirse el “poema” que compone a
cada sujeto.
Esta comparación abre fascinantes sugerencias.
Apunta a una conexión requerida entre el sentido desfalleciente y la idea de lo
bello. En la filosofía kantiana, de nuevo en la Crítica del Juicio, la idea de
lo bello se asocia al concepto de dignidad (la siempre desfalleciente dignidad
humana): ambas son un fin en sí. La dignidad humana individual contiene en sí
misma (no por su mera individualidad, sino por su condición de ejemplar
irreemplazable, -como los objetos bellos- de la humanidad) todos sus
posibles significados, sin necesidad de hallarse referido a otros significados
externos que le otorgaran una hipotética completud. Justamente porque ninguna
existencia (humana) en particular es necesaria, todas son “sobreabundantes”,
desmesuradas, y, por tanto, bellas (en el sentido ético que Kant confiere a
esta noción, vinculada a la finalidad en sí).
[1]Colette
Soler, El seminario repetido. Trad.
de P. Peusner. Ed. Letra Viva. Buenos Aires, 2012. Pág. 129.