A partir de las
formulaciones de Rousseau se ha definido el término comunidad racional[1] en vista de la exigencia de que cada miembro de la sociedad reconozca a sus conciudadanos como agentes morales racionales, así como que les conceda el
derecho que para sí recaba a la recíproca igualdad y libertad en el diálogo
político. Este modelo posee la virtualidad de poner en conexión las ideas del reconocimiento recíproco y de la
exigencia política de igualdad en la libertad (igualdad y libertad), al mostrar
el vínculo entre el ideal de liberación y la interdependencia
recíproca de una sociedad; estructura que aflora cuando consideramos la
sociedad desde el prisma de la racionalidad y la moralidad. Si asimilamos a su
vez este prisma al imperio de la razón práctica (en el modo en que Kant lo
concibió), obtenemos el bosquejo de una comunidad de personas que entendemos
constituidas por su voluntad racional; que en la perspectiva de la idea
kantiana del “reino de los fines” conforman el modelo de una comunidad
universalista de individuos autónomos.
Y es la ley racional que exige que ningún ser racional se
trate jamás a sí mismo ni trate a los demás meramente como un medio –sino
siempre al mismo tiempo como un fin en sí-, la que señala la necesidad de asumir
que un sujeto autónomo es aquel que actúa moralmente –en su calidad de ser
racional-. Pero, ¿quiénes son los seres racionales? Mientras no se demuestre
otra cosa, sólo los “individuos en tanto que individuos” (no como
representantes de una determinada etnia, cultura o clase social, pertenencias
absolutamente irrelevantes para su determinación como seres racionales, es
decir, seres capaces de pensar reflexivamente).
Este es el tipo de cuestiones que se dirime en las obras
dedicadas por Kant al estudio de la facultad de la Voluntad. Sin embargo, hay
otra fuente kantiana donde podemos hallar sugerencias inestimables para pensar
la conexión entre la racionalidad individual y las condiciones básicas de la
sociabilidad humana. Hay dos ideas clave en la Crítica del Juicio cuya conexión
produce efectos inesperados: el carácter del objeto bello como aquello que posee todo valor por el mero hecho de
su existencia, y esa forma de realidad por la cual la comunicabilidad se
encuentra a la base de la presencia misma de los objetos bellos: “el juicio del
espectador crea el espacio sin el cual tales objetos no podrían aparecer”[2].
De este modo –en principio insólito-, hallamos una conexión entre el valor
absoluto (como fin es sí) que algo
puede ostentar y el hecho de que su esencia misma se base en su
comunicabilidad, en su posibilidad de darse a una interacción generalizada. Dicho de otro modo, en su relación a un potencial universal de generar modos de comprensión,
o posibilidades de enjuiciamiento desde “el modo de pensar extensivo” (aquel
que habilita una perspectiva general
sobre un asunto). Lo cual, a su vez, sólo significa que algo posee valor por sí
mismo –de modo absoluto- si su simple existencia trasciende o sobrepasa el
condicionamiento de los intereses particulares (o prejuicios). Para ello es necesario que tal existencia puede apelar a la pluralidad misma de los sujetos y la
interrelación que la constituye como una comunidad receptiva a la mencionada
“perspectiva general”.
Este elemento común no era otro para Kant sino la
racionalidad y la facultad de juzgar, y a través de esta consideración su
pensamiento se inscribe en el marco representativo de la Ilustración. Desde una
perspectiva postmoderna, cabe decir que esas facultades no son sino la
expresión de la condición simbólica del ser humano; la expresión (por otra
parte) de la incompletud estructural de su saber sobre sus condiciones de
existencia. Desde este punto de vista, el elemento común que interrelaciona a
los sujetos capaces de juicio y razón es el reconocimiento de la pertinencia de
la pluralidad extensiva de manifestaciones (debidamente justificadas) de ese
saber ansiado capaz de completar nuestra humana carencia básica de un sentido
último, un significado estable del hecho de vivir humanamente aislados en el
lenguaje, suspendidos en el aspecto enigmático de las reglas del intercambio
simbólico. Y esta pluralidad es extensiva porque, a fin de cuentas, el saber
racional no es sino el “relato” de cómo cada individuo (todos los que han
existido, existen y existirán) logra trascender el contexto de su interés
particular, doxológico, para elevarse a las condiciones generales de la
comunicabilidad.
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