lunes, 29 de agosto de 2016

La belleza, como cualidad política y moral.

             Lo más genuino de la filosofía política de Kant proviene del enlace que establece entre la facultad del juicio (estético) y la voluntad (moral), guiada exclusivamente por la razón universalista. No es un vínculo fácil de establecer a primera vista. En primer lugar, es una auténtica exigencia de carácter político que los juicios de gusto (en contra de las apariencias más elementales) no sean arbitrarios o subjetivos. Intuimos que la belleza es tanto más auténtica en tanto se halla acreditada en cuanto cualidad pública; o dicho de otro modo, la belleza sólo se predica de modo apropiado o significativo de un mundo que compartimos como dato objetivo.
            Es más, este carácter objetivo se pone especialmente de relieve a través de la actividad del juicio, pues sólo ella admite la facultad de mostrar la realidad de un modo independiente a la utilidad y a los intereses particulares de los individuos que actúan en y sobre él : “El gusto juzga al mundo en sus apariencias y en su mundanidad; su interés en el mundo es puramente “desinteresado”.[1] Y en ese “desinterés” pueden cifrar los juicios de gusto una pretensión de universalidad “gratuita” –abierta y tolerante-, basada en la expectativa de llegar a un acuerdo persuasivo. Se trata del mismo tipo de cualidades que habrían de hallarse, desde la perspectiva de la Ilustración, presentes en los juicios políticos. Kant utiliza a este respecto el término “pluralismo”, que definió en la Antropología como “aquel modo de pensar que consiste en no considerarse ni conducirse como encerrando en el propio yo el mundo entero, sino como un simple ciudadano del mundo”.[2]
            Estas mismas propiedades conforman, al fin y al cabo, la naturaleza propia de la racionalidad práctica, “entregada” en la filosofía kantiana a la certeza de la esencia universalista de la razón. Certeza que es, no obstante, de carácter práctico, y que no admite la presuposición de una verdad completa a la que es proclive el pensamiento teórico; en su lugar sólo aspira a propiciar un consenso efectivo a través de los medios de la acción política y ética, tomando en cuenta las diversa perspectivas de los otros como condición indispensable de su propio desarrollo. En efecto, la voluntad trata del deseo (que, como tal, incluye siempre un horizonte de “irrealizabilidad” o imposibilidad), a diferencia de la contemplación –teórica-, que requiere una pretensión de autocerteza permanente:
            Los modos de pensamiento y de comunicación que tratan de la verdad, si se miran desde la perspectiva política, son necesariamente avasalladores: no toman en cuenta las opiniones de otras personas [la verdad es sólo la verdad], cuando el tomarlas en cuenta es la característica de todo pensamiento estrictamente político.[3]



[1] Hannah Arendt, ‘La crisis en la cultura: su significado político y social’; en: Entre el pasado y el futuro; Península, Barcelona, 1996, pág. 234.
[2] Parágrafo 2.
[3] H. Arendt, Entre el pasado y el futuro; o.c., pág. 253.

viernes, 12 de agosto de 2016

La comunidad, desde el punto de vista kantiano.

          A partir de las formulaciones de Rousseau se ha definido el término comunidad racional[1] en vista de la exigencia de que cada miembro de la sociedad reconozca a sus conciudadanos como agentes morales racionales, así como que les conceda el derecho que para sí recaba a la recíproca igualdad y libertad en el diálogo político. Este modelo posee la virtualidad de poner en conexión las ideas del reconocimiento recíproco y de la exigencia política de igualdad en la libertad (igualdad y libertad), al mostrar el vínculo entre el ideal de liberación y la interdependencia recíproca de una sociedad; estructura que aflora cuando consideramos la sociedad desde el prisma de la racionalidad y la moralidad. Si asimilamos a su vez este prisma al imperio de la razón práctica (en el modo en que Kant lo concibió), obtenemos el bosquejo de una comunidad de personas que entendemos constituidas por su voluntad racional; que en la perspectiva de la idea kantiana del “reino de los fines” conforman el modelo de una comunidad universalista de individuos autónomos.
            Y es la ley racional que exige que ningún ser racional se trate jamás a sí mismo ni trate a los demás meramente como un medio –sino siempre al mismo tiempo como un fin en sí-, la que señala la necesidad de asumir que un sujeto autónomo es aquel que actúa moralmente –en su calidad de ser racional-. Pero, ¿quiénes son los seres racionales? Mientras no se demuestre otra cosa, sólo los “individuos en tanto que individuos” (no como representantes de una determinada etnia, cultura o clase social, pertenencias absolutamente irrelevantes para su determinación como seres racionales, es decir, seres capaces de pensar reflexivamente).
            Este es el tipo de cuestiones que se dirime en las obras dedicadas por Kant al estudio de la facultad de la Voluntad. Sin embargo, hay otra fuente kantiana donde podemos hallar sugerencias inestimables para pensar la conexión entre la racionalidad individual y las condiciones básicas de la sociabilidad humana. Hay dos ideas clave en la Crítica del Juicio cuya conexión produce efectos inesperados: el carácter del objeto bello como aquello que posee todo valor por el mero hecho de su existencia, y esa forma de realidad por la cual la comunicabilidad se encuentra a la base de la presencia misma de los objetos bellos: “el juicio del espectador crea el espacio sin el cual tales objetos no podrían aparecer”[2]. De este modo –en principio insólito-, hallamos una conexión entre el valor absoluto (como fin es sí) que algo puede ostentar y el hecho de que su esencia misma se base en su comunicabilidad, en su posibilidad de darse a una interacción generalizada. Dicho de otro modo, en su relación a un potencial universal de generar modos de comprensión, o posibilidades de enjuiciamiento desde “el modo de pensar extensivo” (aquel que habilita una perspectiva general sobre un asunto). Lo cual, a su vez, sólo significa que algo posee valor por sí mismo –de modo absoluto- si su simple existencia trasciende o sobrepasa el condicionamiento de los intereses particulares (o prejuicios). Para ello es necesario que tal existencia puede apelar a la pluralidad misma de los sujetos y la interrelación que la constituye como una comunidad receptiva a la mencionada “perspectiva general”.
            Este elemento común no era otro para Kant sino la racionalidad y la facultad de juzgar, y a través de esta consideración su pensamiento se inscribe en el marco representativo de la Ilustración. Desde una perspectiva postmoderna, cabe decir que esas facultades no son sino la expresión de la condición simbólica del ser humano; la expresión (por otra parte) de la incompletud estructural de su saber sobre sus condiciones de existencia. Desde este punto de vista, el elemento común que interrelaciona a los sujetos capaces de juicio y razón es el reconocimiento de la pertinencia de la pluralidad extensiva de manifestaciones (debidamente justificadas) de ese saber ansiado capaz de completar nuestra humana carencia básica de un sentido último, un significado estable del hecho de vivir humanamente aislados en el lenguaje, suspendidos en el aspecto enigmático de las reglas del intercambio simbólico. Y esta pluralidad es extensiva porque, a fin de cuentas, el saber racional no es sino el “relato” de cómo cada individuo (todos los que han existido, existen y existirán) logra trascender el contexto de su interés particular, doxológico, para elevarse a las condiciones generales de la comunicabilidad.



[1] R.P.Wolff, The poverty of Liberalism, Boston, 1968.
[2] Hannah Arendt, Conferencias sobre la filosofía política de Kant; pág. 118. En lo que sigue, nuestra argumentación está en deuda con lo expuesto por la autora en esta obra.