martes, 13 de septiembre de 2016

Religión civil y vertiente moral de la razón

            Lo que aquí llamamos religión civil responde a un pensamiento exclusivamente laico; de carácter estrictamente racional. Se basa en la noción –articulada por Kant y extensamente comentada por Hannah Arendt en sus Conferencias sobre la filosofía política de Kant- de sensus communis. Lo único que se retiene del concepto tradicional de religión es su tendencia omnicomprensiva y su fuerza motivadora, puestas a prueba en el ámbito exclusivo de lo político-moral. Esta “fuerza” proviene sobre todo del juicio retrospectivo sobre las “historias” del pasado, que nos muestran (como diría Arendt) que “siempre es posible un nuevo comienzo”, y restauran el valor de dignidad de todo lo que sacrificaron los sujetos implicados en dichas historias. Todas ellas giran en torno a la misma aspiración: la libertad humana.
            ¿Es la libertad una ilusión? Aun si lo es, se trata de una ilusión necesaria, imprescindible para poder diferenciar una esfera práctica –propiamente dicha- en el conjunto de los fenómenos humanos. Hannah Arendt plantea la necesidad –moral- de suponer este ámbito para que, a su vez, sea posible el juicio y, con él, la valoración autónoma. De lo contrario, se impondrá por doquier e irrestrictamente la idea (de estirpe hegeliano-marxista) de que la historia es el [único] tribunal del mundo (“die Weltgeschichte ist das Weltgericht”): una teodicea laica presta a suprimir, por irrelevante, la idea de la dignidad del individuo (cada individuo), en su particularidad existencial. Esa dignidad (para cuya fundamentación como un valor substancial e independiente hubo de nacer el pensamiento filosófico) queda bien ilustrada en el lema del que se hace eco repetidas veces Hannah Arendt: “Victrix causa deis placuit, sed victa Catoni”[1].
             La Modernidad nos ha aportado dos repertorios de ideas capaces de suministrar fundamentaciones a la idea esencial de la dignidad de cada individuo. El primero se basa en el valor en sí que toda naturaleza racional (como “fin en sí misma”) habría de presentar para cualquier otra naturaleza racional. El segundo se apoya en la intuición asociada a la facticidad de que cada vida humana en la Tierra supone un “relato existencial” único, irrepetible e intransferible.
        Por supuesto, ni un tipo ni otro de argumentación constituyen aportaciones originales de la Modernidad. El rastro de ambas formas de pensamiento recorre toda la historia occidental de las ideas, y tiene sus raíces, respectivamente, en el helenismo y en las doctrinas judeocristianas. Se diría que Hannah Arendt se mueve en la dicotomía que establecen ambas direcciones cuando contrapone entre sí la Crítica de la Razón Práctica y la Crítica del Juicio, reservando para esta segunda, no obstante, el papel central en la reconfiguración de la filosofía política kantiana. La facultad de juzgar se ocupa, sí, de particulares que, “como tales, en consideración a lo universal encierran algo contingente”.[2] 
              Si nos movemos en un plano eminentemente teórico, la universalidad abstracta que Kant asigna a la idea de naturaleza humana parece revestir caracteres dogmáticos, renuentes a las contingencias vitales. Sin embargo, cuando atendemos a la disposición práctica de su pensamiento siempre nos encontraremos con el factor de la “condición de posibilidad” de la interacción: el fundamento de la universalidad del valor viene dado por el reconocimiento que cada uno encuentra en los otros, que Kant presenta con los rasgos de un factor necesario, pues, al menos en principio, ningún ser racional habría de desdeñar el valor absoluto de la naturaleza racional. Por supuesto, a este nivel se trata tan sólo de una “disposición”, como se ha señalado. La aplicación efectiva de esta moralidad siempre se hallará obstaculizada por algún tipo de lazo de impotencia. Pero ello no es óbice para que podamos considerar la condición del mutuo reconocimiento como una estructura persistente (y omnipresente) que oficia como condición necesaria o prerrequisito para que los juicios y la propia acción de juzgar tenga relevancia en el seno de la comunidad humana.



[1] “La causa de los vencedores place a los dioses; la de los vencidos, a Catón”.
[2] Crítica del Juicio, #67.

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