Lo que aquí llamamos religión
civil responde a un pensamiento exclusivamente laico; de carácter
estrictamente racional. Se basa en la noción –articulada por Kant y
extensamente comentada por Hannah Arendt en sus Conferencias sobre la filosofía política de Kant- de sensus communis. Lo único que se retiene
del concepto tradicional de religión
es su tendencia omnicomprensiva y su fuerza motivadora, puestas a prueba en el
ámbito exclusivo de lo político-moral. Esta “fuerza” proviene sobre todo del
juicio retrospectivo sobre las “historias” del pasado, que nos muestran (como
diría Arendt) que “siempre es posible un nuevo comienzo”, y restauran el valor
de dignidad de todo lo que sacrificaron los sujetos implicados en dichas
historias. Todas ellas giran en torno a la misma aspiración: la libertad humana.
¿Es la libertad
una ilusión? Aun si lo es, se trata de una ilusión necesaria, imprescindible
para poder diferenciar una esfera práctica –propiamente dicha- en el conjunto
de los fenómenos humanos. Hannah Arendt plantea la necesidad –moral- de suponer
este ámbito para que, a su vez, sea posible el juicio y, con él, la valoración
autónoma. De lo contrario, se impondrá por doquier e irrestrictamente la idea
(de estirpe hegeliano-marxista) de que la
historia es el [único] tribunal del mundo (“die Weltgeschichte ist das
Weltgericht”): una teodicea laica presta a suprimir, por irrelevante, la idea
de la dignidad del individuo (cada individuo), en su particularidad
existencial. Esa dignidad (para cuya fundamentación como un valor substancial e
independiente hubo de nacer el pensamiento filosófico) queda bien ilustrada en
el lema del que se hace eco repetidas veces Hannah Arendt: “Victrix causa deis
placuit, sed victa Catoni”[1].
La Modernidad nos ha aportado dos repertorios de ideas
capaces de suministrar fundamentaciones a la idea esencial de la dignidad de cada individuo. El primero se basa en el valor en sí que toda naturaleza racional
(como “fin en sí misma”) habría de presentar para cualquier otra naturaleza
racional. El segundo se apoya en la intuición asociada a la facticidad de que
cada vida humana en la Tierra supone un “relato existencial” único, irrepetible
e intransferible.
Por supuesto, ni un tipo ni otro de argumentación constituyen
aportaciones originales de la Modernidad. El rastro de ambas formas de
pensamiento recorre toda la historia occidental de las ideas, y tiene sus
raíces, respectivamente, en el helenismo y en las doctrinas judeocristianas. Se
diría que Hannah Arendt se mueve en la dicotomía que establecen ambas
direcciones cuando contrapone entre sí la Crítica de la Razón Práctica y la Crítica
del Juicio, reservando para esta segunda, no obstante, el papel central en la
reconfiguración de la filosofía política kantiana. La facultad de juzgar se
ocupa, sí, de particulares que, “como
tales, en consideración a lo universal encierran algo contingente”.[2]
Si
nos movemos en un plano eminentemente teórico, la universalidad abstracta que
Kant asigna a la idea de naturaleza
humana parece revestir caracteres dogmáticos, renuentes a las contingencias
vitales. Sin embargo, cuando atendemos a la disposición práctica de su
pensamiento siempre nos encontraremos con el factor de la “condición de
posibilidad” de la interacción: el fundamento de la universalidad del valor
viene dado por el reconocimiento que cada uno encuentra en los otros, que Kant
presenta con los rasgos de un factor necesario, pues, al menos en principio,
ningún ser racional habría de desdeñar el valor absoluto de la naturaleza
racional. Por supuesto, a este nivel se trata tan sólo de una “disposición”,
como se ha señalado. La aplicación efectiva de esta moralidad siempre se
hallará obstaculizada por algún tipo de lazo de impotencia. Pero ello no es
óbice para que podamos considerar la condición del mutuo reconocimiento como
una estructura persistente (y omnipresente) que oficia como condición necesaria
o prerrequisito para que los juicios y la propia acción de juzgar tenga
relevancia en el seno de la comunidad humana.
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