martes, 3 de enero de 2017

Revolución: "donde el deseo es llevado por la muerte".

          En claro contraste con la “metafísica revolucionaria” de aquellas ideologías que han perseguido la culminación en la historia del sentido de la interacción social hasta allí “donde el deseo es llevado por la muerte”, Hannah Arendt nos muestra en Comprensión y política[2] la relevancia de un nuevo concepto de política revolucionaria: “[…] un ser cuya esencia es iniciar puede tener en sí mismo suficiente originalidad para comprender sin categorías preconcebidas y juzgar sin aquel conjunto de reglas consuetudinarias que constituyen la moralidad”.[3] 
         La referencia a la “moralidad” resulta aquí decisiva. En efecto, las categorías en las que se basan las exigencias revolucionarias en el pensamiento político clásico exprimen hasta el final las consecuencias de unas valoraciones éticas, de carácter substancialista, que hacen balance del sufrimiento acumulado históricamente, para resolver a partir de él la incondicionalidad de una pretensión de reparación histórica, por la que se establece la necesidad de que toda la realidad actualmente operante sea convertida en ruinas; allí donde el deseo es llevado por la muerte (por el deseo de muerte). El punto de vista de Arendt nos advierte en contra de este “mecanicismo valorativo” que sólo es capaz de poner en juego los medios de destrucción: “Si la esencia de toda acción, y en particular de la acción política, es engendrar un nuevo inicio, entonces la comprensión es la otra cara de la acción, esto es, aquella forma de cognición, distinta de muchas otras, por la que los seres humanos que actúan (y no los que están empeñados en contemplar algún curso progresivo o apocalíptico de la historia) pueden finalmente aceptar lo que irrevocablemente ha ocurrido y reconciliarse con lo que inevitablemente existe.”[4]
          En este caso, la comprensión (en lugar de la destrucción) se nos aparece como la base necesaria para alumbrar y poner en práctica un nuevo inicio; es decir, como característica clave de aquellos tipos de acción que tratan de orientarse preferentemente por la originalidad, la creatividad, la renovación… antes que por el afán de reparación (vinculado siempre a una roma noción de “contabilidad ética”). En efecto, la idea de implementar un nuevo inicio, de activar una radical reconstrucción en la que la novedad prime sobre la reiteración requiere, en primer lugar, un hacerse cargo “comprensivo” del pasado y presente como material básico para emprender la tarea de la renovación, es decir, para la acción misma en sus genuinas cualidades (como capacidad de iniciar algo nuevo).
      Por el contrario, el cuestionamiento absoluto de lo dado (desde un planteamiento moral esquemáticamente radical) se asocia a la posición contemplativa de quien sólo admite que el curso de la historia logre en algún hipotético final verse justificado, en un sentido apocalíptico. La apuesta (siempre perdida de antemano) del "revolucionarismo" incondicional se revela finalmente como dominada por una convicción metafísica sobre la Justicia Universal, que se hace anteponer a los rasgos esenciales de la acción política (la acción humana) como tal.




[2] Publicado en: De la historia a la acción
[3] O.c. pág. 44.
[4] Ibídem.

domingo, 9 de octubre de 2016

La siempre desfalleciente dignidad humana

                La reciprocidad del reconocimiento (como base de la condición de ciudadanía) es una actitud que requiere, de por sí, asumir los límites, impotencias e imposibilidades de diversa naturaleza que jalonan la existencia de los seres humanos en su condición de seres hablantes, esto es, desprovistos de instintos y condenados a procurarse un entendimiento a través de medios artificiales, siempre caducos, falibles, efímeros y polivalentes (o ambiguos). Sólo al asumir dichos límites sin intentar disolverlos en la ficción imaginaria de un gran Otro proveedor del sentido (ya se trate de un Otro supra o intra histórico), esto es, al asumir responsablemente las caídas inevitables del sentido (conviviendo “pacíficamente” con ellas), es posible abrir el horizonte de una comunidad política democrática. Una comunidad capaz de constituirse bajo la forma general de una comunidad orgánica, tal como aparece descrita en el célebre párrafo de la Crítica del Juicio dedicado a la Revolución americana: “[…] en una transformación total, recientemente emprendida, de un gran pueblo en un Estado, se ha utilizado con gran consecuencia la palabra “organización”[…] Pues cada miembro, desde luego, debe ser, en semejante todo, no sólo medio, sino también, al mismo tiempo, fin, ya que contribuye a efectuar la posibilidad del todo, y debe, a su vez, ser determinado por medio de la idea del todo, según su posición y su función.” (#65).
            En el lado opuesto, no ha cesado de reproducirse a lo largo de la Modernidad el pensamiento de los que podríamos denominar “revolucionarios metafísicos” (por ejemplo, durante el siglo XX, procedentes de los campos del marxismo-leninismo y del anarquismo), guiado por la exigencia de soslayar, neutralizar (o excluir totalmente) toda circunstancia o experiencia psico-socio-histórica que se manifieste como renuente al sentido completo de la imagen anticipada de una sociedad libre y realizada; al sentido históricamente “clausurado”, podríamos decir. Se trata de un pensamiento totalmente intolerante respecto a las fallas o caídas del sentido en el acontecer tanto de la historia como de la vida social; un pensamiento que pretende desvelarlo todo, categorizarlo todo exhaustivamente; incluirlo en el esquema conceptual de la Revolución. Sin embargo, como apunta Sartre, no existe otro modo de asegurar permanente y absolutamente el sentido si no es conduciéndolo “a donde el deseo es llevado por la muerte”, que es el único lugar donde finalmente, se sella el (sin)sentido. La experiencia histórica del siglo XX en los lugares abocados al abismo revolucionario muestra lamentablemente lo apropiado del aserto sartriano.
            A este respecto, el psicoanálisis nos muestra una alternativa sumamente sugerente, que consiste en aceptar los encuentros “fallidos” (o desencuentros) con la realidad en los que se resquebraja o suspende el sentido, con una actitud en la que somos capaces de desvalorizar (destrascendentalizar o desdramatizar) la frustración consecuente. Dichos desencuentros o contingencias que apuntan a los límites de nuestra capacidad de autorrealización deben ser situados en su lugar adecuado: su posición particular en el nudo de tendencias y vivencias que van tejiendo el “poema” único que cada uno es, y que cada uno debería “poder firmar” (como apunta Colette Soler[1]). Es en este aspecto en el que el análisis (a diferencia de la metafísica revolucionaria) adopta como posición de principio el sustento de la autonomía individual y los derechos humanos individuales inalienables, facilitando así la creación del espacio donde puede surgir y constituirse el “poema” que compone a cada sujeto.
            Esta comparación abre fascinantes sugerencias. Apunta a una conexión requerida entre el sentido desfalleciente y la idea de lo bello. En la filosofía kantiana, de nuevo en la Crítica del Juicio, la idea de lo bello se asocia al concepto de dignidad (la siempre desfalleciente dignidad humana): ambas son un fin en sí. La dignidad humana individual contiene en sí misma (no por su mera individualidad, sino por su condición de ejemplar irreemplazable, -como los objetos bellos- de la humanidad) todos sus posibles significados, sin necesidad de hallarse referido a otros significados externos que le otorgaran una hipotética completud. Justamente porque ninguna existencia (humana) en particular es necesaria, todas son “sobreabundantes”, desmesuradas, y, por tanto, bellas (en el sentido ético que Kant confiere a esta noción, vinculada a la finalidad en sí).





[1]Colette Soler, El seminario repetido. Trad. de P. Peusner. Ed. Letra Viva. Buenos Aires, 2012. Pág. 129.

martes, 13 de septiembre de 2016

Religión civil y vertiente moral de la razón

            Lo que aquí llamamos religión civil responde a un pensamiento exclusivamente laico; de carácter estrictamente racional. Se basa en la noción –articulada por Kant y extensamente comentada por Hannah Arendt en sus Conferencias sobre la filosofía política de Kant- de sensus communis. Lo único que se retiene del concepto tradicional de religión es su tendencia omnicomprensiva y su fuerza motivadora, puestas a prueba en el ámbito exclusivo de lo político-moral. Esta “fuerza” proviene sobre todo del juicio retrospectivo sobre las “historias” del pasado, que nos muestran (como diría Arendt) que “siempre es posible un nuevo comienzo”, y restauran el valor de dignidad de todo lo que sacrificaron los sujetos implicados en dichas historias. Todas ellas giran en torno a la misma aspiración: la libertad humana.
            ¿Es la libertad una ilusión? Aun si lo es, se trata de una ilusión necesaria, imprescindible para poder diferenciar una esfera práctica –propiamente dicha- en el conjunto de los fenómenos humanos. Hannah Arendt plantea la necesidad –moral- de suponer este ámbito para que, a su vez, sea posible el juicio y, con él, la valoración autónoma. De lo contrario, se impondrá por doquier e irrestrictamente la idea (de estirpe hegeliano-marxista) de que la historia es el [único] tribunal del mundo (“die Weltgeschichte ist das Weltgericht”): una teodicea laica presta a suprimir, por irrelevante, la idea de la dignidad del individuo (cada individuo), en su particularidad existencial. Esa dignidad (para cuya fundamentación como un valor substancial e independiente hubo de nacer el pensamiento filosófico) queda bien ilustrada en el lema del que se hace eco repetidas veces Hannah Arendt: “Victrix causa deis placuit, sed victa Catoni”[1].
             La Modernidad nos ha aportado dos repertorios de ideas capaces de suministrar fundamentaciones a la idea esencial de la dignidad de cada individuo. El primero se basa en el valor en sí que toda naturaleza racional (como “fin en sí misma”) habría de presentar para cualquier otra naturaleza racional. El segundo se apoya en la intuición asociada a la facticidad de que cada vida humana en la Tierra supone un “relato existencial” único, irrepetible e intransferible.
        Por supuesto, ni un tipo ni otro de argumentación constituyen aportaciones originales de la Modernidad. El rastro de ambas formas de pensamiento recorre toda la historia occidental de las ideas, y tiene sus raíces, respectivamente, en el helenismo y en las doctrinas judeocristianas. Se diría que Hannah Arendt se mueve en la dicotomía que establecen ambas direcciones cuando contrapone entre sí la Crítica de la Razón Práctica y la Crítica del Juicio, reservando para esta segunda, no obstante, el papel central en la reconfiguración de la filosofía política kantiana. La facultad de juzgar se ocupa, sí, de particulares que, “como tales, en consideración a lo universal encierran algo contingente”.[2] 
              Si nos movemos en un plano eminentemente teórico, la universalidad abstracta que Kant asigna a la idea de naturaleza humana parece revestir caracteres dogmáticos, renuentes a las contingencias vitales. Sin embargo, cuando atendemos a la disposición práctica de su pensamiento siempre nos encontraremos con el factor de la “condición de posibilidad” de la interacción: el fundamento de la universalidad del valor viene dado por el reconocimiento que cada uno encuentra en los otros, que Kant presenta con los rasgos de un factor necesario, pues, al menos en principio, ningún ser racional habría de desdeñar el valor absoluto de la naturaleza racional. Por supuesto, a este nivel se trata tan sólo de una “disposición”, como se ha señalado. La aplicación efectiva de esta moralidad siempre se hallará obstaculizada por algún tipo de lazo de impotencia. Pero ello no es óbice para que podamos considerar la condición del mutuo reconocimiento como una estructura persistente (y omnipresente) que oficia como condición necesaria o prerrequisito para que los juicios y la propia acción de juzgar tenga relevancia en el seno de la comunidad humana.



[1] “La causa de los vencedores place a los dioses; la de los vencidos, a Catón”.
[2] Crítica del Juicio, #67.

lunes, 29 de agosto de 2016

La belleza, como cualidad política y moral.

             Lo más genuino de la filosofía política de Kant proviene del enlace que establece entre la facultad del juicio (estético) y la voluntad (moral), guiada exclusivamente por la razón universalista. No es un vínculo fácil de establecer a primera vista. En primer lugar, es una auténtica exigencia de carácter político que los juicios de gusto (en contra de las apariencias más elementales) no sean arbitrarios o subjetivos. Intuimos que la belleza es tanto más auténtica en tanto se halla acreditada en cuanto cualidad pública; o dicho de otro modo, la belleza sólo se predica de modo apropiado o significativo de un mundo que compartimos como dato objetivo.
            Es más, este carácter objetivo se pone especialmente de relieve a través de la actividad del juicio, pues sólo ella admite la facultad de mostrar la realidad de un modo independiente a la utilidad y a los intereses particulares de los individuos que actúan en y sobre él : “El gusto juzga al mundo en sus apariencias y en su mundanidad; su interés en el mundo es puramente “desinteresado”.[1] Y en ese “desinterés” pueden cifrar los juicios de gusto una pretensión de universalidad “gratuita” –abierta y tolerante-, basada en la expectativa de llegar a un acuerdo persuasivo. Se trata del mismo tipo de cualidades que habrían de hallarse, desde la perspectiva de la Ilustración, presentes en los juicios políticos. Kant utiliza a este respecto el término “pluralismo”, que definió en la Antropología como “aquel modo de pensar que consiste en no considerarse ni conducirse como encerrando en el propio yo el mundo entero, sino como un simple ciudadano del mundo”.[2]
            Estas mismas propiedades conforman, al fin y al cabo, la naturaleza propia de la racionalidad práctica, “entregada” en la filosofía kantiana a la certeza de la esencia universalista de la razón. Certeza que es, no obstante, de carácter práctico, y que no admite la presuposición de una verdad completa a la que es proclive el pensamiento teórico; en su lugar sólo aspira a propiciar un consenso efectivo a través de los medios de la acción política y ética, tomando en cuenta las diversa perspectivas de los otros como condición indispensable de su propio desarrollo. En efecto, la voluntad trata del deseo (que, como tal, incluye siempre un horizonte de “irrealizabilidad” o imposibilidad), a diferencia de la contemplación –teórica-, que requiere una pretensión de autocerteza permanente:
            Los modos de pensamiento y de comunicación que tratan de la verdad, si se miran desde la perspectiva política, son necesariamente avasalladores: no toman en cuenta las opiniones de otras personas [la verdad es sólo la verdad], cuando el tomarlas en cuenta es la característica de todo pensamiento estrictamente político.[3]



[1] Hannah Arendt, ‘La crisis en la cultura: su significado político y social’; en: Entre el pasado y el futuro; Península, Barcelona, 1996, pág. 234.
[2] Parágrafo 2.
[3] H. Arendt, Entre el pasado y el futuro; o.c., pág. 253.

viernes, 12 de agosto de 2016

La comunidad, desde el punto de vista kantiano.

          A partir de las formulaciones de Rousseau se ha definido el término comunidad racional[1] en vista de la exigencia de que cada miembro de la sociedad reconozca a sus conciudadanos como agentes morales racionales, así como que les conceda el derecho que para sí recaba a la recíproca igualdad y libertad en el diálogo político. Este modelo posee la virtualidad de poner en conexión las ideas del reconocimiento recíproco y de la exigencia política de igualdad en la libertad (igualdad y libertad), al mostrar el vínculo entre el ideal de liberación y la interdependencia recíproca de una sociedad; estructura que aflora cuando consideramos la sociedad desde el prisma de la racionalidad y la moralidad. Si asimilamos a su vez este prisma al imperio de la razón práctica (en el modo en que Kant lo concibió), obtenemos el bosquejo de una comunidad de personas que entendemos constituidas por su voluntad racional; que en la perspectiva de la idea kantiana del “reino de los fines” conforman el modelo de una comunidad universalista de individuos autónomos.
            Y es la ley racional que exige que ningún ser racional se trate jamás a sí mismo ni trate a los demás meramente como un medio –sino siempre al mismo tiempo como un fin en sí-, la que señala la necesidad de asumir que un sujeto autónomo es aquel que actúa moralmente –en su calidad de ser racional-. Pero, ¿quiénes son los seres racionales? Mientras no se demuestre otra cosa, sólo los “individuos en tanto que individuos” (no como representantes de una determinada etnia, cultura o clase social, pertenencias absolutamente irrelevantes para su determinación como seres racionales, es decir, seres capaces de pensar reflexivamente).
            Este es el tipo de cuestiones que se dirime en las obras dedicadas por Kant al estudio de la facultad de la Voluntad. Sin embargo, hay otra fuente kantiana donde podemos hallar sugerencias inestimables para pensar la conexión entre la racionalidad individual y las condiciones básicas de la sociabilidad humana. Hay dos ideas clave en la Crítica del Juicio cuya conexión produce efectos inesperados: el carácter del objeto bello como aquello que posee todo valor por el mero hecho de su existencia, y esa forma de realidad por la cual la comunicabilidad se encuentra a la base de la presencia misma de los objetos bellos: “el juicio del espectador crea el espacio sin el cual tales objetos no podrían aparecer”[2]. De este modo –en principio insólito-, hallamos una conexión entre el valor absoluto (como fin es sí) que algo puede ostentar y el hecho de que su esencia misma se base en su comunicabilidad, en su posibilidad de darse a una interacción generalizada. Dicho de otro modo, en su relación a un potencial universal de generar modos de comprensión, o posibilidades de enjuiciamiento desde “el modo de pensar extensivo” (aquel que habilita una perspectiva general sobre un asunto). Lo cual, a su vez, sólo significa que algo posee valor por sí mismo –de modo absoluto- si su simple existencia trasciende o sobrepasa el condicionamiento de los intereses particulares (o prejuicios). Para ello es necesario que tal existencia puede apelar a la pluralidad misma de los sujetos y la interrelación que la constituye como una comunidad receptiva a la mencionada “perspectiva general”.
            Este elemento común no era otro para Kant sino la racionalidad y la facultad de juzgar, y a través de esta consideración su pensamiento se inscribe en el marco representativo de la Ilustración. Desde una perspectiva postmoderna, cabe decir que esas facultades no son sino la expresión de la condición simbólica del ser humano; la expresión (por otra parte) de la incompletud estructural de su saber sobre sus condiciones de existencia. Desde este punto de vista, el elemento común que interrelaciona a los sujetos capaces de juicio y razón es el reconocimiento de la pertinencia de la pluralidad extensiva de manifestaciones (debidamente justificadas) de ese saber ansiado capaz de completar nuestra humana carencia básica de un sentido último, un significado estable del hecho de vivir humanamente aislados en el lenguaje, suspendidos en el aspecto enigmático de las reglas del intercambio simbólico. Y esta pluralidad es extensiva porque, a fin de cuentas, el saber racional no es sino el “relato” de cómo cada individuo (todos los que han existido, existen y existirán) logra trascender el contexto de su interés particular, doxológico, para elevarse a las condiciones generales de la comunicabilidad.



[1] R.P.Wolff, The poverty of Liberalism, Boston, 1968.
[2] Hannah Arendt, Conferencias sobre la filosofía política de Kant; pág. 118. En lo que sigue, nuestra argumentación está en deuda con lo expuesto por la autora en esta obra.

domingo, 31 de julio de 2016

Voluntad general y racionalidad

3.

            El concepto de voluntad general sólo puede alcanzar un carácter ético compatible con la autonomía en la medida en que se nos presente con los caracteres propios de una forma de racionalidad entendida no como estado o posesión, sino como ejercicio o acontecimiento perpetuamente renovado.
            El caso es, sin embargo, que la razón no puede se tenida en propiedad, ni aún en depósito, por nadie, pues la razón sencillamente no “se tiene”, sino que “se ejercita”. Y su ejercicio democrático consiste, allí donde es posible ejercitarla, en el establecimiento provisional y revisable de acuerdos fácticos entre los miembros de la sociedad, aun a sabiendas […] de que cualquier acuerdo estará lejos de poder ser considerado como definitivamente “racional”. (J. Muguerza: Desde la perplejidad, pág. 314).

            Desde esta perspectiva, la voluntad general puede ser definida como una actitud general y generalizada del ejercicio democrático de la racionalidad, en el contexto de una comunidad sociopolíticamente enlazada. Este ejercicio, dada su condición  racional, reviste pretensiones universalistas, aunque surja en un contexto histórico y social concreto.



domingo, 3 de julio de 2016

Rousseau y la "religión civil"

1.

            Rousseau introduce la noción de religión civil como un corolario de su concepto de “contrato social”, basado en la idea de la voluntad general. Este sentido de actitud religiosa se manifiesta en citas como esta: “Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general” [El contrato social].

2.

            Voluntad general es un concepto nuclear y paradigmático del pensamiento de Rousseau en “El Contrato Social”. Marca el “punto de fusión” entre disposición ética y funcionalidad política que caracteriza a la noción moderna -aún pendiente de realización- de la legitimación democrática. Aunque habitualmente se ha presentado este concepto como cargado de connotaciones idealistas de carácter moral, la lectura crítica del Contrato Social nos muestra una intencionalidad netamente política, entendida como gestión de intereses. Como señaló Tuñón de Lara en la introducción a la edición castellana del Contrato Social, la voluntad general es comparable a una integral matemática, es decir, a una función “matemático-política” de generalización de la suma de indefinidos sumandos (los intereses de cada ciudadano y ciudadana) que son potencialmente infinitos en tanto que la condición de ciudadanía, como la de la dignidad, ha de atribuirse a todos los miembros, existentes y posibles, de la especie humana. La función política que se atribuye a la voluntad general es pues, la socialización de todos los intereses de la ciudadanía, en pie de igualdad, en la medida en que: 1) partimos de considerar a todos los participantes de la sociedad como individuos libres en su voluntad, autoconscientes y dotados del mismo valor: individuos autónomos; y 2) partimos de entender la sociedad como un vínculo de carácter asociativo o cooperativo.

            La confluencia de esta finalidad política con estos supuestos valorativos revela el fundamento de virtud política que confiere sentido a la noción de voluntad general:  a) Un Estado basado en la igualdad de valor de sus habitantes y en el reconocimiento de su voluntad autónoma tiene que organizarse necesariamente a partir de la soberanía popular en su expresión más íntegra y directa. b) Dicho Estado tiene como premisa de desarrollo y funcionamiento la garantía pública de la igualdad ante la ley de toda la ciudadanía y la condición inalienable de los derechos y libertades de todos y cada uno de sus miembros.  c) De forma coherente a lo que constituye la naturaleza propia de la voluntad general, estos derechos y libertades se corresponden con la defensa pública de todos los intereses que concurren a la población, del modo que estos resulten aceptables al hecho de su socialización, esto es, su puesta en práctica pública y compartida. De este modo, el espectro de derechos y libertades, comenzando con los civiles básicos, supone un conjunto en permanente expansión (paralelamente al desarrollo y evolución de la sociedad).